Estimados lectores: primeramente he de comunicarles el disoluto estado actual de mi cerebro como consecuencia de la visión de la última peli de mi amada
Kate Beckinsale, a quien como todos ustedes saben persigo con el único fin de sacarla del mundo vampírico en el que se haya inmersa, y que lleva por título
El click -nada que ver con
El clic de
Manara- y en la que tiene como pareja de ficción al inefable y nada gracioso
Adam Sandler. Una de esas películas que te hacen pensar seriamente en la desaparición inminente de la humanidad -bien es cierto que ella sale muy guapa. Es por esto que me planteé abandonar definitivamente el mundo de la pintura, de los blogs, e incluso de la limpieza de alcantarillados. Sin embargo la motivación que suponía reencontrarme con la pintura de
Turner -después de ver sus cuadros el verano pasado en la
Tate Gallery de
Londres- actuó de catalizador enzimático en algún lugar de mi materia gris y aquí me hallo de nuevo.
William Mallord JosephTurner nació en 1775 en
Londres y es uno de mis pintores favoritos. Siempre quise escribir algo sobre él pero su misteriosa figura así como su incomprensible obra funcionaban a modo de freno. He dicho incomprensible pintura no porque encierre un simbolismo especial cuyo significado se nos escapa sino más bien porque realmente no llego a comprender cómo es posible que en su época alguien pudiera pintar de esa manera tan ¿apocalíptica? ¿prodigiosa? ¿ambas cosas a la vez? Empecé a agobiarme rápidamente al comprobar que era incapaz de sintetizar de manera inteligente la pintura de
Turner. No sabía si hablar de la excepcional calidad de sus primeros paisajes y su admiración por
Claude Lorrain -en
Dido construye Cartago, o
Cruzando el arroyo, por ejemplo-, o del extraño papel que jugaron los motivos mitológicos en parte de su producción -
Odiseo se burla de Polifemo o La odisea de Homero-, o cómo
Muelle en Calais, con mercaderes franceses dispuestos a partir: llegada de un correo vapor inglés se pintó 16 años antes que
La balsa de la medusa de
Gericault, o de su personalidad huidiza y casi grotesca -al final de su existencia se ocultó bajo el nombre de
Admiral Booth-, o de la eclosión de colores y luces y materia que ostentan sus obras más conocidas como
Lluvia, vapor y velocidad: el Great Western Railway, en la
National Gallery. También tenía la posibilidad de citar a críticos de la época como
John Ruskin: "Todo el efecto de la pintura descansa, en cuanto a la técnica, sobre nuestra capacidad de recuperar ese estado que pudiéramos llamar la inocencia de los ojos, ese modo de ver infantil que percibe las manchas coloreadas como tales, sin saber lo que significan -tal como las describiría un ciego al que repentinamente le fuera devuelta la vista", o a estudiosos contemporáneos de la obra del inglés como
Michael Bockemühl:"La interacción de los colores, aun dejando de lado toda interpretación figurativa, propicia por sí misma una percepción dinámica de la luminosidad. Y en esa interacción se hace visible el modo en que los colores coexisten en la atmósfera". Tampoco podría dejar de lado su actividad como acuarelista con algunos títulos importantes como
Barcos en el mar -que me recuerdan ineludiblemente a
Staël-, o
Trama de colores -que anuncian a ¡
Mark Rothko 150 años antes! Era evidente que lo más significativo de la pintura de
Turner era su carácter impresionista -bastante tiempo por delante de
Monet y compañía,
Una ciudad a orillas de un río con crepúsculo- e incluso premonitorio de lo abstracto -siendo quizás el primer artista que se desvinculara de la figuración-, pero este asunto era demasiado importante para mis pobres conocimientos así que al final decidí simplemente llamar la atención sobre un cuadro en particular y a pesar de que algunos de ellos como
Escena veneciana, o
Amanecer con monstruos marinos o el increíblemente titulado
Tormenta de nieve -un vapor antes de entrar al puerto da señales en un paraje verdoso y avanza con sonda. El autor presenció la tormenta durante la noche en que el Ariel partió de Harwick recogían la esencia de
Turner con mayor exactitud finalmente me decidí por
Concierto en Petworth en el que me es imposible no reconocer una revitalización de algunos cuadros de
Vermeer. Fue pintado en 1835 y se trata de un óleo sobre tela de 121 x 90,5 cm y que se encuentra en la
Tate Gallery. Acostumbrados a ver sus pinturas paisajísticas nos resulta raro contemplar una escena de interior como ésta. La galantería, el protagonismo de la luz y la intimidad de la escena nos recuerdan como he dicho a obras de
Vermeer como
La lección de música o
Carta de amor o Dama en virginal. Singularmente la figura que interpreta al teclado oculta la cara al espectador -contrariamente a
Carta y
Dama pero coincidente con
La lección en la cual la mujer está de espaldas al espectador aunque esta posición viene determinada por la posición del teclado y no por un desaire a quien contempla el cuadro-, y en este detalle podemos apreciar quizás un desafío al pintor holandés, o bien una especie de guiño de complicidad enmascarada que sirviera de homenaje. Y aún a riesgo de que este comentario suene a tópico diré que es increíble cómo dos pintores de tan encontrados estilos -uno refinado y preciso en los detalles, otro atmosférico y disperso en las líneas figurativas- terminan encontrándose en un mismo camino, el de la luz.
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