lunes, abril 30, 2007
John Currin, ¿sigue pintando alguien por ahí?
Si hojeamos cualquier catálogo de arte contemporáneo o prestamos atención a las exposiciones de artistas vivos reconoceremos que el medio de expresión es hoy día casi más importante que la propia obra, vemos entonces un alto porcentaje de instalaciones, videoarte, fotografía, ingeniosidades incatalogables, etc..., de todo menos... pintura. Ya no podemos decir: "esta tarde iré a una exposición de pintura", cuidado, ahora hay que decir: "esta tarde, dios mediante, iré a una exposición de... arte". Por eso yo me pregunto a principios del siglo XXI si la pintura está muriendo realmente, es decir, ¿sigue pintando alguien por ahí? Artistas como el que hoy nos ocupa se resisten ante esta tendencia demoníaca. John Currin nació en 1962 en Colorado, EEUU, tiene algunos cuadros en la colección permanente de la Tate, Londres, y actualmente trabaja en Nueva York. No es uno de esos artistas cuya vida está comprometida con la propia obra artística: " La vida se me presenta en los siguientes términos: mirar a las mujeres, mirar al cielo, mirar a cualquier cosa". Es pues un observador nato, es decir, un vago contumaz, aunque se le olvidó mencionar el fútbol, será que los americanos no llegan a entender un deporte que puede terminar cero a cero. Sus comienzos fueron unos retratos a partir de esos anuarios tan guais del instituto que tienen los americanos donde sale la foto de cada uno diciendo una tontería, es decir, algo tan particularmente americano como el concurso de debates entre diferentes high schools que hemos podido presenciar en varias series televisivas como en la magnífica y nunca suficientemente reconocida Las chicas Gilmore. Luego, el arte de Currin nace en definitiva desde la propia cultura norteamericana de la constante autodefinición como personas para conseguir el tan ansiado y laureado sueño americano. El estilo de Currin es claramente clasicista pero con un importante factor caricaturesco, lo cual no es una contradicción ya que el ser humano es la mejor caricatura que existe de sí mismo, y muchas veces la mejor forma de retratar a alguien es caricaturizándolo, es como si Botticelli hubiera ingerido unas copas de más y se le rebelaran las figuras tomándole el pelo al maestro en cuanto se descuida un momento, adoptando posturas eminentemente renacentistas pero bajo un prisma de distorsión que es lo que hace extraordinariamente sugerente la obra de Currin, según mi vaga y humilde opinión. Utiliza gestos y poses de grandes maestros antiguos como Cranach o Leonardo, y a veces recurre a fondos rococós, como si de alguna manera quisiera aunar el arte clásico con los clichés de la televisión actual y el más genuino arte pop warholiano, una propuesta que va más allá de la interpretación del mundo moderno, una especie de revisión del alma humana que consigue realzando la estupidez del individuo, más preocupado por la satisfacción de necesidades inexistentes que por la traumática e irreversible pérdida de identidad, y son esas facciones carentes de expresividad, o bien saturadas de expresividad, las que ponen de manifiesto la estulticia en su grado máximo, siendo el gran objetivo -y logro- de Currin el de aspirar a lo perfecto desde lo ridículo, a lo inmaculado desde lo vergonzante, demostrando con sus pinturas que el ideal de belleza no es siempre el que está exento de defectos, provocando en el espectador además una extraña sensación de pérdida de subjetividad -como si esas modelos fueran todas las personas y una sola a la vez-, de ascensión a lo inalcanzable desde lo cotidiano -como si un ama de casa genuinamente americana de los años cincuenta (y pienso en Julianne Moore en la película de Stephen Daldry Las horas) hiciera un alto en la preparación de su pastel de arándanos para posar para el pintor-, como si tras esas mujeres aparentemente torpes se escondieran verdaderos ángeles de hermosura extraterrestre -y es que a mi las mujeres de Currin me resultan fantásticamente hermosas dentro de su histerismo, reflectoras de una belleza casi alienígena, exaltando en ocasiones la deformación gestual que produce la risa descontrolada, el mayor producto de la grotescidad humana. No estamos ante un Alex Katz -con sus delicadas y lineales formas pop- ni ante un Lucien Freud -con sus pastosas y demacradas expresiones de soledad-, ni ante un Gerard Richter -con sus neblinosos y evanescentes paisajes-, ni ante un David Hockney -con su trazo preciso e hiperrealista-, no obstante creo que Currin tiene algo de estos cuatro grandes artistas contemporáneos en la concepción de una mímica encontrada con la realidad, de una interpretación seudorealista y a la vez paradójica de lo inencontrable, es decir, si yo supiera explicar esto diría algo así como que su pintura va en busca de la superficialidad del espíritu, y el resultado de esta búsqueda es el de sembrar un desconcierto tal en el espectador que al contemplar sus cuadros nos preguntamos una y otra vez si los demás nos ven como Currin ve a las mujeres y a los hombres de sus cuadros, y lejos de inquietarnos concluimos que realmente nos da igual, ya que lo único que nos preocupa es el estreno de la próxima película de Kate Beckinsale: Habitación sin salida.
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