Ahora que tanta polémica ha levantado una caza por estos lares -por cierto, aprovecho para decir que odio la caza- y coincidiendo con la lectura que estoy haciendo estos días del libro de Robert Hughes "Goya", me pareció oportuno traer al blog dos impresionantes obras maestras del pintor de Fuendetodos. Son los dos retratos reales que realizó a Carlos III y Carlos IV ataviados con vestimentas de caza. El de Carlos III, data de 1787 según Aribau y otros y de 1780 según Hughes, se trata de un óleo sobre lienzo de 207 x 126 cm, y está en el Museo del Prado, Madrid. Aribau y otros comentan: "En esta obra, quizás una de las copias del original que se conserva en la colección de la duquesa de Fernán Núñez. Se respira una mayor influencia de Velázquez" -que en el primer retrato que hiciera de este rey, ahora en el Banco de España, con atributos reales-, "pues Goya incluyó no sólo el aire de la sierra madrileña, sino que añadió al paisaje la figura delicada de un perro, constituyendo un conjunto que bien hubiera podido firmar el pintor del barroco". Es interesante el recorrido de este cuadro como indica la obra de Aribau: "El cuadro perteneció a la colección real y fue transferido desde el palacio del Buen Retiro al Museo del Prado en 1847. Ingresó en el Museo de Lérida en 1915, y en 1929 en el Museo Municipal de Madrid, hasta que en 1929 regresó al Prado". Robert Hughes reconoce la deuda de Goya con Velázquez y dice de esta obra: "Goya retrató a Carlos IV y a su padre vestidos de cazador. Con ellos rindió homenaje al cuadro que pintara Velázquez de Felipe IV en el monte, el cual, en su condición de pintor de cámara con acceso a palacio, Goya había tenido sobradas oportunidades de estudiar. Su imagen de Felipe como cazador es bastante informal, nada de él indica su regia condición. Goya siguió este ejemplo por primera vez en el retrato que realizó hacia 1780 de un avejentado Carlos III que se yergue ante un paisaje luminoso y abierto con la escopeta y el perro de caza hecho un ovillo a sus pies. De rostro narigudo, rematado por un gran tricornio que recuerda a una afable tortuga saliendo de su caparazón, el rey parece tan satisfecho como su perro. Se trata de un monarca benévolo, y el único atributo visible de su condición es la ancha banda de munaré de la orden que fundó (la orden de Carlos III), que le cruza el pecho en diagonal". Es impresionante la cara de lelo que muestra el rey -y ese desgarbamiento, esa sonrisa ininterpretable-, para mi es el momento más ridiculesco de todos los retratos reales de Goya -incluido el de la familia de Carlos IV. En cuanto al cuadro de Carlos IV, es de 1799, y es un óleo sobre lienzo, tiene prácticamente las mismas dimensiones que el anterior, 207 x 127 cm, y está en el Palacio Real, Madrid. Aribau comenta: "Pintado como pareja de otro retrato de la reina realizado en 1800, titulado María Luisa de Parma, para regalárselo a Napoleón, su envío fue suspendido, dadas las complicadas relaciones que en esos momentos se mantenían con el país vecino. El rey aparece vestido de coronel de la guardia de Corps, ostentando el toisón de Oro, la banda de Carlos II y otros y una placa formada por las cruces de Santiago, Calatrava, Alcántara y Montesa". Con respecto a este cuadro de Carlos IV Hughes dice: "La técnica ha mejorado, claro está. No sólo ha desaparecido la rigidez que caracterizaba la obra de juventud de Goya, sino que el modelo, tan poco prometedor aparece bañado por una luz transparente y titilante que el pintor ha tenido 20 años para perfeccionar. Goya ha dotado a la figura de la dignidad que procede de la corpulencia, por no decir de algunos halagadores signos de inteligencia. De todos los retratos reales de Goya, éste es, en cierto modo, el más inglés. Puede conjeturarse que esta cualidad no es fruto del azar, sino que tiene una base real. Goya tuvo muchas ocasiones de contemplar los grabados ingleses que Sebastián Martínez coleccionaba en su casa de Cádiz durante la convalecencia de la enfermedad que le abatió en 1793 y las obras de Reynolds y Gainsborough aunque hubiera pasado por el filtro reproductor del grabado, debieron de causarle una impresión muy viva." Yo observo que si bien en el retrato de Carlos II la figura está perfectamente insertada en el paisaje, creando una imagen de autenticidad bastante convincente, el de Carlos IV aparece como si de una aparición se tratara, con un extraño velo de luz irreal que hace sospechar de la veracidad de la situación, como si fuera una transparencia en una peli de los años cincuenta cuando se ve al conductor del coche moviendo el volante de un lado a otro y el paisaje tras las ventanas se mantuviera inmóvil, vaya, que parece no se vaya a despeinar un pelo de la peluca en toda la jornada. La figura del perro es muy curiosa porque en Carlos III yace dormido -debe ser el final de la caza y está agotado-, mientras que en Carlos IV está impaciente, olisqueando a su dueño -supongo que el momento es al alba justo antes de comenzar la correría cinegética.
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