martes, octubre 07, 2014

KUNSTHISTORISCHES MUSEUM WIEN

Introducción. 
Era una bonita mañana de junio y yo estaba en la Heldenplatz escuchando unas sonatas de Mozart interpretadas por Glenn Gould. Me preguntaba qué sentido tenía todo -sobre todo qué sentido tenía que los museos de Viena no abriesen hasta las diez de la mañana-. Recordaba a Reger, el entrañable (otros dirían amargado, decadente, retorcido, misántropo...) personaje de Maestros Antiguos de Thomas Bernhard: "En el Kunsthistorisches Museum encuentra Reger lo que no encuentra en ninguna parte, le dije a Irrsigler, todo lo importante, todo lo importante para su pensamiento y su trabajo". No buscaba encontrar nada importante para el pensamiento en el Kunsthistorisches (eso me aniquilaría). La intención era menos original, admirar en persona los Brueghel y Velázquez que allí se exhibían. "No en vano vengo desde hace más de treinta años al Kunsthistorisches Museum", decía Reger (yo apenas estaría una mañana, quizá para no volver jamás). "Otros van por la mañana a una taberna" -¿se refería Reger a una taberna pintada por Brueghel?-, unos vamos a un edificio muy grande para mirar cuadros, quise replicar a Reger -¿y? ("Miró un cuadro colgado de la pared y pensó que había gente a la que le emocionaba contemplar cosas así", escribió Orhan Pamuk en Cevdet Bey e hijos)-. Una pregunta: ¿Era necesario visitar un museo, una ciudad, para disfrutar del arte? -silencio-. A veces observaba al resto de visitantes (observando cuadros). Algunos iban paseando -¡paseando!- por los pasillos ilustrados ("Los alemanes miran el catálogo todo el tiempo en el Kunsthistorisches Museum, mientras recorren las salas, y apenas a los originales que cuelgan en las paredes y, mientras recorren el museo, se sumergen cada vez más profundamente en el catálogo, hasta que llegan a la última página del catálogo y, por consiguiente, se encuentran otra vez fuera del museo", Reger en Maestros Antiguos). Me gustaba escuchar sus comentarios -¿una genialidad? ¿una tontería? a veces eran indistinguibles (intercambiables)-, aunque el silencio era lo habitual. Yo no era diferente a ellos, pensaba tonterías -también paseaba dentro del museo (¿qué podía hacerse si no?), aunque intentaba hacerlo en sentido walseriano (quizá para justificar mis escritos posteriores: "Sin pasear y recibir informes no podría rendir informe alguno ni redactar el más mínimo artículo (...) Pasear me es imprescindible (...) Sin pasear no podía hacer observaciones ni estudios". El paseo, Robert Walser)-, a veces tomaba notas en un pequeño bloc..., pero nada de esto servía -las cuestiones importantes del arte me eran esquivas (en realidad, cualquier cuestión)-, de hecho, ese día había olvidado el bloc en el hotel (¿premeditadamente?). Otra duda me asaltaba
Visitantes creyendo que el arte existe frente a la Torre de Babel
¿Qué había tras la contemplación de un cuadro? Y también, desde el pesimismo menos pragmático: ¿creía en el Arte? (Cita: "A veces me da miedo no creer en el arte -Ahmet miraba atentamente a Ilknur para medir su reacción-. ¿Y si no creyera en el arte?". Cedvet Bey e hijos, Pamuk). Entonces, escribir un comentario sobre el Kunsthistorisches, ¿era necesario? -resultaba evidente que no, pero no se me ocurría otra cosa-. 
Dado que me sentía en la misma situación que Swann (quien, al ser "invitado a dar su opinión o a expresar su admiración hacia un cuadro, guardaba un silencio que era casi descortesía, y, en cambio, se desquitaba si le era posible dar una indicación material sobre el museo en que se hallaba o la fecha en que fue pintado"), decidí hacer lo de siempre, revisar lo que escribieron otros autores (a pesar de que John Berger en Fama y soledad de Picasso criticaba (tampoco es que fuera muy original en esto -era un secreto a voces-) el procedimiento estandarizado de escribir libros de arte ("Los cuadros, que el lector puede ver en las reproducciones, se describen minuciosamente, como para hacer un inventario, y se tratan como mercancía de almacén. En esas descripciones se insertan las frases que confieren la condición de genio al productor de dichas pinturas. Frases que equivalen a una evocación mágica. El crítico se ha convertido en una especie de sacerdote subastador")), es decir, ¿para esto había venido a Viena? (me preguntaba, en un claro error de concepto, mientras aguardaba en la cola junto a ugrupo de turistas japoneses (llevaba años soñando con aquello -mi vida, como quien dice, iba encaminada a aquel momento-, y ya que estaba allí, ¿qué?)).
El museo.
El Museo de Historia del Arte (construido por el emperador Franz Joseph entre los años 1871 y 1891 -los arquitectos fueron Gottfried Semper y Carl Von Hasenauer-albergaba las colecciones imperiales de los Habsburgo en Viena y estaba en la Maria Theresien-Platz (a un lado, cruzando la Museumstrasse estaba el MuseumsQuartier, y por el otro, atravesando el Burggarten, se llegaba a la Albertina). En él se podían ver pinturas de 1500 a 1800, es decir, aquí no se encontraban los famosos Schiele y Klimt vieneses (bueno, a decir verdad, Klimt sí estaba presente, aunque había que buscarlo (en sentido literal) -Nota: los hermanos Klimt y Franz Matsch, a través de una compañía artística que fundaron, realizaron pinturas en las dos escaleras y el techo del Burgtheater en 1886 (curiosamente un teatro relacionado -inevitablemente- con Bernhard -allí se produjo el escandaloso estreno de su obra Heldenplatz, en 1988; también tenía una presencia notable en la novela Tala, de 1984). Fue después (en 1890) cuando se les encargaría -tras la muerte del afamado -en su tiempo- pintor Hans Makart (del que se podía contemplar algún increíble cuadro en el Palacio Belvedere -como el de Caterina Cornaro, al más puro estilo Veronese-)- la decoración de la escalera del entonces Museo Imperial de Historia del Arte -en el que Klimt ya había trabajado con Laufberger -no sabía quién era- en los esgrafiados -no sabía qué eran- en 1879-.
Buscando a Klimt en el KHM
"La grandiosa escalinata del museo debía servir para ensalzar la labor del mecenazgo de la casa imperial y ser, al mismo tiempo, una autorepresentación de la burguesía", escribía Gotfried Fliedl. Klimt pintaría los intercolumnios (óleo sobre estucado, 230x80 cm) y las albanegas (230x230 cm) -Arte egipcio I y II, Arte griego I y II, Quattrocento romano y veneciano, Renacimiento italiano...-, con inspiración clásica y a partir del estudio de las colecciones del museo (eso decía el contrato), unas imágenes que producían admiración en los visitantes -su carácter decorativo (¿menor?) quedaba desplazado por su extraordinaria calidad -"Hoy hasta un mal cuadro de Klimt cuesta varios millones de libras, dijo Reger, es repulsivo"-, hasta el punto de que competían en interés con las obras de la pinacoteca (¿no era esto un poco paranoico?)-, y en cuya revisión de lo histórico me parecía atisbar cierta ironía -es decir, ¿hasta qué punto era real la chica de Tanagra imaginada por Klimt (es decir, ¿no era tan sólo una joven modelo vestida como una impecable "chica de Tanagra" -es decir, ¿un espejismo?-?)? (algo parecido pensaría frente a La alegoría de la pintura de Vermeer (¿todo el arte era una ironía?)))-. La pinacoteca ocupaba las dos alas del piso primero (separadas por la cafetería). En la planta baja y en la entreplanta se encontraban las colecciones de antigüedades (romana y griega), la egipcio-oriental, y la Kunstkammer Viena -donde estaba el famoso salero de Cellini  y otras obras decorativas de gran valor-. 
Rafael: Virgen del prado
La pinacoteca.
Una de las obras emblemáticas del museo era la Madonna del prado de Rafael, temple y óleo sobre tabla, 113x88 cm, de 1506 (según A.M. González fue realizada tras dos pequeñas tablas -San Miguel y San Jorge y el dragón (Louvre) (según Zacan según González, ambas influidas por estampas de Durero y Schongauer)- en las que Rafael, desligado de esquemas devocionales, daba rienda suelta a su fantasía cromática (¿significaba esto que la Madonna del prado (ojo, no del Museo del Prado) también se veía afectada por esta nueva concepción del color?)-). En esta Virgen, también llamada "de Belvedere", Rafael trataba de encontrar una estructura figurativa construida dentro de la viva realidad del color -que, paulatinamente, con sus gradaciones, se iba ajustando a su nuevo concepto formal de raíz leonardesca-, según González (Nota: frases evocadoras ¿sin sentido?). Wundram titulaba el cuadro La Virgen con el niño y San Juan, un tema que Rafael pintara repetidas veces enfrentándose a los más recientes problemas formales sobre la concepción de la figura y el espacio (los niños estaban ligeramente desplazados a la izquierda pero conservando la integridad del triángulo cuasi equilátero en el que encajaban las tres figuras). Este crítico reconocía cierta deuda -por el fuerte contraste en el motivo del movimiento (¿contraste dentro del propio motivo o contraste con otros movimientos de otros cuadros -¿era el movimiento un motivo?-?)- con Leonardo y sus estudios para Santa Ana con la Virgen y el niño. Decía Wundram que "la libre disposición de las figuras en el espacio y la superficie se asocia de modo natural a una composición calculada con exactitud" -lo leía y releía (pero nada cambiaba)-. También, en un artículo, con motivo de la muestra "Rafael desde Urbino a Roma" en la National Gallery de Londres en 2004, González señalaba que de Leonardo provenía "el suave modelado de los rostros de la Madonna de esta época, así como la composición piramidal que aplicará a sus retratos. Sin embargo, suprimirá el característico claroscuro y sfumato del pintor toscano, sustituyendo su misterio por una expresión más franca y directa". Poseía esta Madonna una belleza excepcional (el mismo González hablaba de una nueva tipología de pintura religiosa, que trataba la figura de María como ancilla divinitatis) y una nitidez de dibujo sorprendente (dispuesta en un paisaje de colorido casi onírico). En mi modesta opinión (si era tan modesta, ¿por qué tenías que decirla? -"De lo que no se puede hablar hay que callar", decía Wittgenstein-), su calidad (¿qué era eso? -el escepticismo invadía todas mis apreciaciones (era terrible, recordé entonces una reflexión de Tornatore sobre La última oferta: "La película trata sobre el miedo que tenemos a ser víctima de un engaño. La idea de la decepción es fundamental, podemos temerla tanto que acabamos por no fiarnos de nadie")-) parecía superior a escenas posteriores como La bella jardinera de 1507 del Louvre, Sagrada Familia con el cordero de 1507 del Prado o la Madonna Esterhazy de 1507 en Budapest. Conmovía -¿o exasperaba?- la ingenuidad del pintor, presentando al niño Jesús con bastón crucífero (¿qué era?), ignorante -precisamente por eso- del horrible final que le aguardaba. En Las vidas había datos sobre el origen de este cuadro. Contaba Vasari que, al llegar Rafael a Florencia, "Taddeo Taddei lo invitaba a menudo y lo honraba mucho, dado que tenía una inclinación innata a tratar bien a estos ingenios. Por eso se mereció que la amabilidad de Rafael le hiciera dos cuadros, que mezcla el primer estilo de Pietro (Perugino) y el que aprendió conforme estudiaba, y que todavía se ve en su casa." Se sabía que uno de esos cuadros era la Virgen del Prado, en cuanto al otro se dudaba entre la Sagrada Familia de la Palma, en Londres, y la Sagrada Familia de San Petersburgo. En la sala de Tintoretto me perdí en elucubraciones varias -en realidad lo que hice fue sentarme, estaba muy cansado (¿de todo o sólo de mí mismo?)-. Reger: "Aquí en la sala Bordone, tengo las mejores razones para meditar, y si alguna vez tuviera ganas que leer algo aquí en el banco, por ejemplo a mi querido Montaigne o a mi quizá más querido aún Pascal o a mi mucho más querido aún Voltaire, como ve, mis escritos queridos son todos franceses, ni uno solo alemán, podría hacerlo aquí de la forma más agradable y mas útil". Yo, por mi parte, no había traído a mi querido... ¡Thomas Bernhard! -pensé que sería más inteligente dedicarme a ver cuadros en lugar de meditar alrededor de un libro (en realidad qué más daba, todo era una pérdida de tiempo)-. Reger acudía cada dos días a la sala de Tintoretto (en el libro se la llamaba sala Bordone pero yo no veía esa denominación por ningún lado -tampoco la busqué ni, por supuesto, pregunté-) y se sentaba en un banco, delante de El hombre de barba blanca de Tintoretto ("...era evidente que  desde hacía ya muchísimo tiempo no contemplaba El hombre de la barba blanca, sino algo muy distinto situado detrás de El hombre de la barba blanca, no el Tintoretto, sino algo situado muy fuera del museo") -yo ni siquiera era capaz de imaginar que más allá de los cuadros pudiera existir otro mundo-. Pero El hombre de la barba blanca -junto al que me inmortalicé (ridículamente)- no era el único Tintoretto de esa sala.
Tintoretto: Susana y los viejos
Susana en el baño o Susana y los viejos, de 1565 (147x194 cm, óleo sobre lienzo) ocupaba un lugar destacado. Aparentemente era una obra poco característica de Tintoretto, con claras influencias de Tiziano y Rubens en el dibujo y el color, pero Wundram apuntaba cómo Tintoretto incluso aquí "se mantiene fiel a su tendencia casi obsesiva a llevar la mirada, con la perspectiva de líneas de fuga, hacia las profundidades, cuando no al infinito. El borde del estanque, el seto de rosas, el fuerte contraste de escalas entre los ancianos y la vista al lejano parque se asocian para disolver la superficie en la tercera dimensión por todos los medios posibles". Es decir, que esta revisitada escena bíblica aún participaba de la perspectiva trepidante propia de obras maestras de Jacobo Robusti como Lavatorio del Prado (1548), y eso era precisamente lo que la convertía en una versión diferente del tema (aunque, reconozcamos, ¿no resultaba desproporcionada -e imposiblemente sinuosa (incluso para un manierista)- la figura de la joven?). Entonces me acercaba a un Andrea del Sarto pensando que era un Pontormo. Era una Piedad de 1520, 90x120 cm, óleo sobre madera. Wundram explicaba que "aparece un movimiento vibrante debido a la factura del cuadro, el difuminado de los contornos en una modulación cromática contrasta con los pliegues angulares de los vestidos; el ángel de la derecha, con los instrumentos de la Pasión, despierta la impresión de estar sujeto a un cambio continuo de actitudes y miradas. Las grandes pinceladas del plano fondo, independientes de toda figuración, son buen ejemplo de las ideas pictóricas del Sarto tardío". Vaya metedura de pata, me decía, confundir a Pontormo con del Sarto. Luego leía al experto, como viniendo en ayuda de mi maltrecha vanidad: "Proporciones y expresión de los rostros denotan una asimilación de las ideas de Pontormo" -bueno, al final no iba tan desencaminado.
Pietr Brueghel: Día sombrío
Uno de los mayores tesoros del museo era la colección de Brueghels -la mayor del mundo-. Así, teníamos la increíble suerte de ver algunas de las mejores obras del belga reunidas en una sola sala: Cazadores en la nieve (un cuadro usado por su extraordinaria eficacia visual en filmes como Solaris de Tarkovski y más recientemente en la asombrosoa introducción de Melancholia de Lars von Trier), La torre de Babel (portada de la Trilogía de la memoria de Pitol en Anagrama -era Peter Brueghel "el viejo" un autor muy recurrido por las editoriales, recordemos El triunfo de la muerte (El Prado) en las ediciones españolas de Hormigón y de Trastorno, ambas novelas de Thomas Bernhard-), Banquete nupcial (cuya sola contemplación daban ganas de celebrar algo), Camino al Calvario -que inspirara la fantástica película de Lech Majewski El molino y la cruz- y Juegos de  niños -en el que uno podía pasar horas observando los numerosos y peculiares juegos-. No obstante, mi cuadro favorito era Día sombrío, de 1565, que representaba el mes de febrero -las alusiones carnavalescas así lo sugerían-. Uno de los niños portaba una corona de papel y otro mayor comía un barquillo -con aspecto de una flauta de pan-, dulce típico de esa fiesta. Al lado dos hombres cortaban, según Hagen y Hagen, mazos retoños de mimbrera (¡qué buen ojo!), destinados a la construcción de cercas y paredes. Estos estudiosos recalcaban la gran capacidad de Brueghel para representar la naturaleza, mostrando la impotencia humana frente a la tempestad que hacía bailar las naves en lontananza.
Holbein: Jane Seymour
De Hans Holbein había un espléndido retrato de Jane Seymour (óleo sobre madera, 65x40,5 cm), la tercera mujer de Enrique VIII (de ella había otro retrato menor -16,4 x 18,7 cm- en el Maurithuis de La Haya). Holbein hizo un primer viaje a Londres en 1527. Allí fue recibido por Tomás Moro (
retrato de ese mismo año, en la Frick Collection de Nueva York, y un dibujo a tiza negra y de color, 39,7x29,9 cm, en el castillo de Windsor, así como dibujo de su familia en Basilea), gracias a la mediación del amigo común, el filósofo Erasmo de Rotterdam -a quien Holbein había pintado en más de una ocasión en 1523 (Louvre; National Gallery; Basilea; y un cuarto óleo, en colección particular)-. Pero sería en 1532 cuando Holbein haría un segundo y definitivo viaje a Londres (a excepción de algún viaje diplomático al continente el pintor seguiría en la capital inglesa hasta su muerte en 1543, se creía que a consecuencia de la peste). En Londres realizaría retratos de mercaderes hanseáticos como el magnífico de Georg Gisze (en Berlín), y también el famoso e increíble (anamorfosis incluida) Los embajadores de la National Gallery. Se pensaba igualmente que en 1533 fue nombrado pintor de la Corte (en el Thyssen de Madrid había un pequeño pero virtuoso retrato de Enrique VIII -óleo sobre madera, 27,5 x 17,5 cm-). Jane Seymour sustituiría en la corona a la malograda Ana Bolena (ésta, a su vez, sustituta (aunque no reconocida por la Iglesia) de la tía del Emperador Carlos V, Catalina de Aragón, de quien había un genial retrato de Juan de Flandes en el Thyssen de Madrid -así mismo, existía una obra "hermana" de este, se trataba del retrato de la hermana de Catalina, Juana la loca, también obra de Juan de Flandes, ¡en el Kunsthistorisches! (llevaba años interesado en ese cuadro, días después me daba cuenta de mi falta -lo que no entendía era cómo me pasó desapercibido-)-) (de Ana existía en la Royal Academy de Londres un dibujo a tiza negra y de color -aunque las crónicas de la época realzaban su belleza ésta no era comparable a la de la actriz Natalie Dormer -Nota: ver serie de TV, The Tudors-), quien (Ana Bolena), por cierto, admiraba profundamente el talento de Holbein -según Norbert Wolf, "Enrique VIII encargó a Holbein presumiblemente en 1933, que diseñara joyas para Ana Bolena", también cuando Ana Bolena "con ocasión de su boda, pasó con su pomposa comitiva por el Steelyard de los comerciantes alemanes, quedó prendada de la asombrosa decoración festiva que Holbein había figurado y preparado con bocetos" -y en la mencionada serie de TV había algún pasaje en el que Ana Bolena alababa el talento de Holbein ("este Holbein es un genio", llegaba a decir el personaje de Natalie Dormer refiriéndose a unos elementos decorativos)-. Pensando en la actriz inglesa (que también hacía el papel de Margaery Tyrrel en Juego de tronos) -me preguntaba qué me estaba pasando si en un lugar tan artístico como el KHM me dedicaba a pensar en una actriz de TV, Giuseppe Tornatore decía: "Para las personas cultas siempre existe el riesgo de perder el sentido de la verdad de la belleza por la perfección del arte, que tiende a darnos una visión idealizada. La verdadera belleza, la verdadera vida, es imperfecta. Vivir del arte es muy peligroso" (aquello me alivió, mi condición de inculto me libraba de aquel peligroso delirio)- continuaba mi deambular incierto y soñador por las salas repletas de inmensos Rubens y exquisitos van Dycks, de antiguos Dureros y Tizianos inconfundibles -una de las versiones de Dánae-, de curiosos Canalettos (una vista de Viena),... -perdido, como siempre, sin saber adónde, cuánto ni cómo mirar-. 
Vermeer: Alegoría de la pintura
En el gabinete 17 estaba El arte de la pintura (1666-73)
, una de las pinturas de Johannes Vermeer sobre la que más se había escrito. Era una de las obras alegóricas de Vermeer (la otra, Alegoría de la fe), si bien participaba de ese contexto doméstico tan particular de la pintura holandesa del XVII. Resultaba una obviedad referirse al virtuosismo técnico del artista de Delft en la distancia corta -si bien, y a riesgo de ser tildado de maldito loco, era de recibo puntualizar algunos errores en el dibujo del maestro, como eran la extraña discontinuidad tanto del cuerpo principal del trombón (o sacabuche como apuntaba Ramón Andrés en El luthier de Delft, y quien traía a colación las Symphoniae sacrae de Heinrich Schütz y un dibujo satírico de Cornelisz Saftleven) como de la barra inferior del mapa, o la dispar geometría de la lámpara de araña que colgaba del techo, o la difícil simetría facial de la joven, o la apenas esbozada mano del artista, inarticulada, a modo de muñón, impropia del detallismo del resto de la escena (Nota: también advertiría al pintor representado -de espaldas al espectador, en realidad, el propio retratista (idea genial, autorretrato de espaldas o la negación del autorretrato -"¿Por qué se oculta la identidad del pintor?", se preguntaba Sara Puerto en Descubrir el Arte nº167-)- que, según las dimensiones del lienzo (Nota a la nota: era obvio que el pintor representado no estaba pintando el mismo cuadro que había pintado Vermeer, en ese momento lo veíamos pintando las hojas de laurel en la cabeza de Clío (también era reiterativo -pero obligado- referirse una vez más al consabido malentendido entre el título del cuadro y el personaje mitológico representado, la musa de la Historia, Clío -Ramón Andrés explicaba que "el pintor representa a la musa siguiendo las sugerencias de Cesare Ripa en la Iconología de 1613", según el cual "Clío debe ceñirse una corona de laurel y sujetar una trompa a la diestra y en la siniestra un libro"), aunque algún autor insistía en defender que la alegoría era de la pintura, subrayando su supremacía sobre la escultura y la arquitectura (suponía que todos habrían quedado contentos -o bien ninguno- si hubieran decidido que se trataba de una alegoría de la historia de la pintura, pero supongo que en aquellos tiempos no se pensaba en la historia de la pintura como ahora)) -con algunas líneas esbozadas del resto del dibujo-, o habría que decir de la muchacha disfrazada de Clío -es decir, estábamos ante una representación (el cuadro de Vermeer que retrataba a un pintor) de una representación (el cuadro que pintaba la figura del pintor) de una representación (la muchacha disfrazada de alegoría)-), no le iba a quedar sitio, como decía, para el resto de la figura (desde luego que podía olvidarse del mapa -un mapa anacrónico, obra de Claes Jansz Vischer-))-. Para ser justos, y más allá de posibles defectos académicos, era digno de elogio tanto la sutileza excepcional del cortinaje -puede que el más extraordinario de los pintados por el holandés-, como, y sobre todo, el halo de claridad que emergía desde la izquierda, donde se presuponía la típica ventana vermeeriana, y que dotaba a la escena de una luz (surreal, mágica) sobre la que los figurantes parecían flotar -Nota: esta luz había sido objeto de comentario por el crítico Hermann Bauer: "Pero lo realmente extraordinario de este cuadro es la luz, sin parangón en el siglo XVII; los impresionistas la redescubrirían dos siglos más tarde -también Gombrich mencionaba a los impresionistas al comentar el cuadro La lechera del Mauritshuis-. Desde una ventana invisible para nosotros cae sobre la modelo que posa delante del pintor en el lugar de mayor luminosidad: de este modo, la luz natural se convierte en luz glorificadora, como corresponde a una alegoría" -no obstante seguíamos sin desentrañar el misterio de esta luz (y me acuerdo entonces de aquel libro de Cees Nooteboom, El enigma de la luz). Otros cuadros de Vermeer utilizaban esta fuente de luz (ventana a la izquierda -Joven con collar de perlas,1664, La tasadora de perlas, 1662-64, La lechera, 1658-60, Joven con jarra de agua, 1664-65, El geógrafo, 1668-69, El astrónomo, 1668, etc...-) -también otros autores holandeses de ese período la usaron como Pieter de Hooch en La visita o El dormitorio, Gabriel Metsu en Hombre escribiendo una carta y Gabriel Mistu en Mujer leyendo (todos ellos se pudieron ver junto a la Alegoría de la fe de Vermeer en la exposición de Roma a finales de 2012 y principios de 2013)-, pero ninguno de ellos de esta forma tan fascinante (Nota: algo de especial tenía esta pintura para el pintor Vermeer, ya que, como contaba Sara Puerto "Vermeer creó esta maravillosa pintura a priori no para venderla, sino para exponerla en su taller de Delft -un taller que debía diferir del idealizado en la pintura, según Ramón Andrés-, donde, como era costumbre, recibía a los mecenas, demostrándoles así cuánto era capaz de hacer" -una obra de la que nunca se desprendió, certificaba Ramón Andrés en El luthier de Delft, ni aún en época de penurias-). Entonces, ¿qué tenía la luz de esta alegoría de la pintura, o alegoría de la Historia, o alegoría de la Fama -era el propio Bauer quien se inclinaba por esta tercera interpretación (o bien lo leyó en algún sitio -¿cómo saber de dónde procedían las interpretaciones de los críticos?-)-, difusamente denominada por José Riello como "una declaración de la conciencia artística del propio Vermeer"? No sabía, pero no me dejaba descansar-. Este cuadro vivió una aventura apasionante (¿era la historia de la pintura también la historia del cuadro como objeto?). Desapareció durante un siglo, se vendió en 1813 y luego llegó a manos del Conde Czernin en cuya familia se mantuvo hasta la Segunda Guerra Mundial. Como escribía Ramón Andrés (quien postuló líricamente que "la mezcla de realidad e ilusión en El arte de la pintura podría verse cono el atisbo de una historia inverosímil pero de acontecimientos verídicos"), Hitler se apropió de numerosas obras maestras destinadas al museo modélico que proyectaba construir en Linz y del que el cuadro de Vermeer iba a ser la piedra angular. Al final de la guerra fue hallado milagrosamente en una mina de sal (este era también el tema de la película de George Clooney, Monuments men, y, aunque la misión en el film pasaba por rescatar la Virgen con niño de Brujas de Miguel Ángel y el Tríptico del Cordero Místico de Gante de los hermanos Van Eyck, al final los protagonistas recuperaban multitud de obras antes de la llegada de los rusos -salía un plano del cuadro de Vermeer-). Un poco perplejo por tan insuperables muestras de habilidad humana llegaba -y tras desfilar ante los soberbios autorretratos de Rembrandt y esos fantásticos y verduleros Arcimboldos- al esquinado gabinete 10 (pausa emocionante). Allí estaban, como quien no quería la cosa, los increíbles Velázquez (me sentí afectado por una extraña sensación de patriotismo -supongo que similar a la que sintiera Nooteboom (en El enigma de la luz) en el Frick de New York ante -casualmente- un Vermeer, un impulso nacionalista que el escritor holandés no sabía explicar (me sorprendía que Bartolomé Bennasar en su artículo "Velázquez. Íntimo y secreto", al referirse a las pocas obras maestras del sevillano fuera del Prado no nombrara ninguna de las pinturas vienesas (citaba el Retrato de Felipe IV del Frick de Nueva York, el de Inocencio X en la Doria de Roma, la Venus del espejo londinense y los pertenecientes a su época sevillana Vieja friendo huevos de Edimburgo y Aguador en Londres))-)-). No terminaba de encontrar la relación existente entre las obras catalogadas y sus ubicaciones dentro del museo. Los gabinetes rodeaban las salas principales en las que, a diferencia de los primeros, había bancos para sentarse y observar tranquilamente los Brueghel, Rubens o el San Miguel de Luca Giordano -Anécdota: una chica de un grupo de estudiantes (cada uno debía explicar una obra), se quitaba la camiseta y dejaba al descubierto un tatuaje del arcángel en cuestión en la espalda, sus compañeros, divertidos, prestaban más atención a la anatomía tintada de la joven que a la mayestática obra de Giordano-, etc... No sólo Velázquez estaba ¿relegado? a un gabinete, otras grandes obras estaban en gabinetes, por ejemplo, el ya comentado Vermeer en el 17 o el Tríptico de la crucifixión de Van der Weyden en el 15 (Nota: recordaba a este respecto el rebuscado lugar donde se muestra el autorretrato de Durero en el Louvre). El plano que se recogía a la entrada del museo era muy útil para no dejarse atrás ninguna sala (foto abajo). 
Velázquez: Infanta Margarita, 1653
Además de los excepcionales retratos de la infanta Margarita (en realidad, prefería que Velázquez estuviera en una sala pequeña, incomprensiblemente solitaria, al margen del recorrido central, más transitado) en este gabinete estaban los de la infanta María Teresa y el príncipe Felipe Próspero (de este último escribía Gombrich: "no hay nada desacostumbrado, nada, al menos, que nos sorprenda a primera vista. Pero en el original, las diversas tonalidades de rojo (de la rica alfombra persa, el terciopelo del asilla, la cortina, las mangas y las rosadas mejillas del niño), combinadas con los tonos fríos y plateados de blanco y gris que se oscurecen hacia el fondo, forman una armonía única" -era llamativa la vestimenta del niño (al menos, a los ojos actuales) ya que podía pasar por una infanta más (Norbert Schneider lo describía como "un delantal blanco sobre un vestidito que le llega hasta los pies")-). De la infanta Margarita (la encantadora infanta de Las Meninas) había tres retratos, uno con 2 ó 3 años (1653-54), otro con 5 (1656) y el último con 8 ó 9 (1659) -éste y el de Felipe Próspero se consideraban las últimas obras de Velázquez-. Decía López-Rey: "En 1659, Felipe IV pidió a Velázquez que pintara los retratos de Felipe Próspero y de su hermana, la infanta Margarita. Eran un regalo de petición de mano, pues la infanta habría sido elegida para contraer matrimonio con el Emperador Leopold I". Sin embargo, los dos retratos anteriores de la infanta también estuvieron destinados a la corte de Viena -según se leía en las placas informativas del museo, el matrimonio debía estar ya apalabrado tiempo atrás, y no a raíz del retrato de 1659-. En el primer retrato, La infanta Margarita en rosa y plata -López Rey describía el traje "de tela asalmonada y bordada en plata", y sobre los toques de luz del vestido María Cóndor decía que Velázquez había llevado a su culminación "la audacia de su manera abreviada, enriquecida tras su paso por Italia" (y es verdad que la vertiginosa sensación de realismo que proporcionaba una visión del cuadro a cuatro metros de distancia se tornaba inexplicable al acercarnos a pocos centímetros y observar tan sólo unos trazos -caprichosos, desganados- que daban forma -aproximada y confusa- a los pliegues y detalles del vestido -y uno se preguntaba ¿dónde está el milagro? -Nota: tras ver estos cuadros le dije a mi hermano Pirlosky que Velázquez era bueno, él me dijo que eso ya se sabía, yo no supe qué replicarle en aquel momento pero ahora creía saber a lo que me refería, el misterio debía radicar en que supiéramos de la excelencia de Velázquez y que, aún así, continuara asombrándonos su obra, tal era el desafío que hacía la realidad de su pintura al recuerdo -por otro lado, inmejorable- que de ella teníamos-), la niña, obediente a las indicaciones del artista, apoyaba la mano derecha sobre un tapete azul y con la izquierda sostenía un abanico -un objeto poco común en manos de un niño-. López Rey decía que la "abertura del fondo marca una diagonal fluida que atraviesa la composición para poner de relieve la figura de la infanta", también llamaba la atención sobre el cortinaje verde oscuro y las sombras negras y ocres que lo atravesaban. Al búcaro de vidrio con flores, Cóndor lo calificaba de "fragmento asombroso", y López Rey quería ver en sus tonalidades un resumen de los colores utilizados en el resto del cuadro.
Velázquez: Infanta Margarita, 1659
El retrato en blanco de 1656 era de la misma época que Las meninas. Había ligeras diferencias con la figura del Prado como el giro de la cabeza (similar en los tres retratos vieneses), la raya al lado contrario y el peinado con ondulaciones. Cóndor escribía que "Velázquez se aproxima a los niños regios con ternura y sin adulación -igual que sus bufones hay dignidad pero no concesiones", refiriéndose también a la sombra de premonición que subyacía en estas "efigies sin alegría". Del retrato de 1659, en azul y oro, explicaba López Rey: "Gracias a la sutil armonía, este retrato debió de ser -y, en cierta medida, aún lo es hoy- una obra absolutamente fuera de lo común. Todo armoniza al unísono con los ojos azules y el rostro nacarado, apenas rosado, de la infantita, enmarcado por el oro pálido de sus cabellos y del collar". Eran retratos ensoñadores que desprendían un aura de tristeza regia. El hecho de que la infanta no fuera más que un mero juguete dinástico aumentaba la compasión que despertaban estas pinturas, más aún conociendo el desdichado desenlace que le esperaba -casada con 15 años y muerta a los 22-. Schneider aludía a los amuletos que portaba en el vestido Felipe Próspero, unos objetos que, "teniendo en cuenta su débil estado de salud, tenían la función de proporcionar al heredero del trono una protección mágica". Cóndor escribía que "todas estas efigies de vástagos imperiales parecen prestos a desvanecerse a pesar de sus sólidos trajes, en el espacio líquido que les rodea. A posteriori, conociendo su destino trágico, estos niños se transforman en muy barrocos emblemas de transitoriedad". Con esa inesperada impresión de transitoriedad abandonaba el museo, previendo una anticipada nostalgia por el lugar pero reconfortado por la sensación de haber saldado una cuenta pendiente.
Kovalski, como Reger,
con el Tintoretto de barba blanca al fondo


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