Era una bonita mañana de junio y yo estaba en la Heldenplatz escuchando unas sonatas de Mozart interpretadas por Glenn Gould. Me preguntaba qué sentido tenía todo -sobre todo qué sentido tenía que los museos de Viena no abriesen hasta las diez de la mañana-. Recordaba a Reger, el entrañable (otros dirían amargado, decadente, retorcido, misántropo...) personaje de Maestros Antiguos de Thomas Bernhard: "En el Kunsthistorisches Museum encuentra Reger lo que no encuentra en ninguna parte, le dije a Irrsigler, todo lo importante, todo lo importante para su pensamiento y su trabajo". No buscaba encontrar nada importante para el pensamiento en el Kunsthistorisches (eso me aniquilaría). La intención era menos original, admirar en persona los Brueghel y Velázquez que allí se exhibían. "No en vano vengo desde hace más de treinta años al Kunsthistorisches Museum", decía Reger (yo apenas estaría una mañana, quizá para no volver jamás). "Otros van por la mañana a una taberna" -¿se refería Reger a una taberna pintada por Brueghel?-, unos vamos a un edificio muy grande para mirar cuadros, quise replicar a Reger -¿y? ("Miró un cuadro colgado de la pared y pensó que había gente a la que le emocionaba contemplar cosas así", escribió Orhan Pamuk en Cevdet Bey e hijos)-. Una pregunta: ¿Era necesario visitar un museo, una ciudad, para disfrutar del arte? -silencio-. A veces observaba al resto de visitantes (observando cuadros). Algunos iban paseando -¡paseando!- por los pasillos ilustrados ("Los alemanes miran el catálogo todo el tiempo en el Kunsthistorisches Museum, mientras recorren las salas, y apenas a los originales que cuelgan en las paredes y, mientras recorren el museo, se sumergen cada vez más profundamente en el catálogo, hasta que llegan a la última página del catálogo y, por consiguiente, se encuentran otra vez fuera del museo", Reger en Maestros Antiguos). Me gustaba escuchar sus comentarios -¿una genialidad? ¿una tontería? a veces eran indistinguibles (intercambiables)-, aunque el silencio era lo habitual. Yo no era diferente a ellos, pensaba tonterías -también paseaba dentro del museo (¿qué podía hacerse si no?), aunque intentaba hacerlo en sentido walseriano (quizá para justificar mis escritos posteriores: "Sin pasear y recibir informes no podría rendir informe alguno ni redactar el más mínimo artículo (...) Pasear me es imprescindible (...) Sin pasear no podía hacer observaciones ni estudios". El paseo, Robert Walser)-, a veces tomaba notas en un pequeño bloc..., pero nada de esto servía -las cuestiones importantes del arte me eran esquivas (en realidad, cualquier cuestión)-, de hecho, ese día había olvidado el bloc en el hotel (¿premeditadamente?). Otra duda me asaltaba:
Visitantes creyendo que el arte existe frente a la Torre de Babel |
El museo.
El Museo de Historia del Arte (construido por el emperador Franz Joseph entre los años 1871 y 1891 -los arquitectos fueron Gottfried Semper y Carl Von Hasenauer-) albergaba las colecciones imperiales de los Habsburgo en Viena y estaba en la Maria Theresien-Platz (a un lado, cruzando la Museumstrasse estaba el MuseumsQuartier, y por el otro, atravesando el Burggarten, se llegaba a la Albertina). En él se podían ver pinturas de 1500 a 1800, es decir, aquí no se encontraban los famosos Schiele y Klimt vieneses (bueno, a decir verdad, Klimt sí estaba presente, aunque había que buscarlo (en sentido literal) -Nota: los hermanos Klimt y Franz Matsch, a través de una compañía artística que fundaron, realizaron pinturas en las dos escaleras y el techo del Burgtheater en 1886 (curiosamente un teatro relacionado -inevitablemente- con Bernhard -allí se produjo el escandaloso estreno de su obra Heldenplatz, en 1988; también tenía una presencia notable en la novela Tala, de 1984). Fue después (en 1890) cuando se les encargaría -tras la muerte del afamado -en su tiempo- pintor Hans Makart (del que se podía contemplar algún increíble cuadro en el Palacio Belvedere -como el de Caterina Cornaro, al más puro estilo Veronese-)- la decoración de la escalera del entonces Museo Imperial de Historia del Arte -en el que Klimt ya había trabajado con Laufberger -no sabía quién era- en los esgrafiados -no sabía qué eran- en 1879-.
Buscando a Klimt en el KHM |
Rafael: Virgen del prado |
Una de las obras emblemáticas del museo era la Madonna del prado de Rafael, temple y óleo sobre tabla, 113x88 cm, de 1506 (según A.M. González fue realizada tras dos pequeñas tablas -San Miguel y San Jorge y el dragón (Louvre) (según Zacan según González, ambas influidas por estampas de Durero y Schongauer)- en las que Rafael, desligado de esquemas devocionales, daba rienda suelta a su fantasía cromática (¿significaba esto que la Madonna del prado (ojo, no del Museo del Prado) también se veía afectada por esta nueva concepción del color?)-). En esta Virgen, también llamada "de Belvedere", Rafael trataba de encontrar una estructura figurativa construida dentro de la viva realidad del color -que, paulatinamente, con sus gradaciones, se iba ajustando a su nuevo concepto formal de raíz leonardesca-, según González (Nota: frases evocadoras ¿sin sentido?). Wundram titulaba el cuadro La Virgen con el niño y San Juan, un tema que Rafael pintara repetidas veces enfrentándose a los más recientes problemas formales sobre la concepción de la figura y el espacio (los niños estaban ligeramente desplazados a la izquierda pero conservando la integridad del triángulo cuasi equilátero en el que encajaban las tres figuras). Este crítico reconocía cierta deuda -por el fuerte contraste en el motivo del movimiento (¿contraste dentro del propio motivo o contraste con otros movimientos de otros cuadros -¿era el movimiento un motivo?-?)- con Leonardo y sus estudios para Santa Ana con la Virgen y el niño. Decía Wundram que "la libre disposición de las figuras en el espacio y la superficie se asocia de modo natural a una composición calculada con exactitud" -lo leía y releía (pero nada cambiaba)-. También, en un artículo, con motivo de la muestra "Rafael desde Urbino a Roma" en la National Gallery de Londres en 2004, González señalaba que de Leonardo provenía "el suave modelado de los rostros de la Madonna de esta época, así como la composición piramidal que aplicará a sus retratos. Sin embargo, suprimirá el característico claroscuro y sfumato del pintor toscano, sustituyendo su misterio por una expresión más franca y directa". Poseía esta Madonna una belleza excepcional (el mismo González hablaba de una nueva tipología de pintura religiosa, que trataba la figura de María como ancilla divinitatis) y una nitidez de dibujo sorprendente (dispuesta en un paisaje de colorido casi onírico). En mi modesta opinión (si era tan modesta, ¿por qué tenías que decirla? -"De lo que no se puede hablar hay que callar", decía Wittgenstein-), su calidad (¿qué era eso? -el escepticismo invadía todas mis apreciaciones (era terrible, recordé entonces una reflexión de Tornatore sobre La última oferta: "La película trata sobre el miedo que tenemos a ser víctima de un engaño. La idea de la decepción es fundamental, podemos temerla tanto que acabamos por no fiarnos de nadie")-) parecía superior a escenas posteriores como La bella jardinera de 1507 del Louvre, Sagrada Familia con el cordero de 1507 del Prado o la Madonna Esterhazy de 1507 en Budapest. Conmovía -¿o exasperaba?- la ingenuidad del pintor, presentando al niño Jesús con bastón crucífero (¿qué era?), ignorante -precisamente por eso- del horrible final que le aguardaba. En Las vidas había datos sobre el origen de este cuadro. Contaba Vasari que, al llegar Rafael a Florencia, "Taddeo Taddei lo invitaba a menudo y lo honraba mucho, dado que tenía una inclinación innata a tratar bien a estos ingenios. Por eso se mereció que la amabilidad de Rafael le hiciera dos cuadros, que mezcla el primer estilo de Pietro (Perugino) y el que aprendió conforme estudiaba, y que todavía se ve en su casa." Se sabía que uno de esos cuadros era la Virgen del Prado, en cuanto al otro se dudaba entre la Sagrada Familia de la Palma, en Londres, y la Sagrada Familia de San Petersburgo. En la sala de Tintoretto me perdí en elucubraciones varias -en realidad lo que hice fue sentarme, estaba muy cansado (¿de todo o sólo de mí mismo?)-. Reger: "Aquí en la sala Bordone, tengo las mejores razones para meditar, y si alguna vez tuviera ganas que leer algo aquí en el banco, por ejemplo a mi querido Montaigne o a mi quizá más querido aún Pascal o a mi mucho más querido aún Voltaire, como ve, mis escritos queridos son todos franceses, ni uno solo alemán, podría hacerlo aquí de la forma más agradable y mas útil". Yo, por mi parte, no había traído a mi querido... ¡Thomas Bernhard! -pensé que sería más inteligente dedicarme a ver cuadros en lugar de meditar alrededor de un libro (en realidad qué más daba, todo era una pérdida de tiempo)-. Reger acudía cada dos días a la sala de Tintoretto (en el libro se la llamaba sala Bordone pero yo no veía esa denominación por ningún lado -tampoco la busqué ni, por supuesto, pregunté-) y se sentaba en un banco, delante de El hombre de barba blanca de Tintoretto ("...era evidente que desde hacía ya muchísimo tiempo no contemplaba El hombre de la barba blanca, sino algo muy distinto situado detrás de El hombre de la barba blanca, no el Tintoretto, sino algo situado muy fuera del museo") -yo ni siquiera era capaz de imaginar que más allá de los cuadros pudiera existir otro mundo-. Pero El hombre de la barba blanca -junto al que me inmortalicé (ridículamente)- no era el único Tintoretto de esa sala.
Tintoretto: Susana y los viejos |
Pietr Brueghel: Día sombrío |
Holbein: Jane Seymour |
Vermeer: Alegoría de la pintura |
Velázquez: Infanta Margarita, 1653 |
Velázquez: Infanta Margarita, 1659 |
Kovalski, como Reger, con el Tintoretto de barba blanca al fondo |
No hay comentarios:
Publicar un comentario